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Para algunos – sobre todo para  los miembros de la Corte – puede resultar fácil burlarse  del “ingenuo” que cree en causas nobles. Sin embargo, la vida pública sin esas manos que donan tiempo, reputación y alegría se marchita. Si algo funciona en una comunidad -una campaña que alfabetiza, un comedor que alimenta, una brigada que rescata – suele haber una constelación de personas sinceras empujando. La ingenuidad, así entendida, no es torpeza: es virtud que refuerza la confianza.

El elemento preocupante empieza cuando, detrás del discurso, el liderazgo inserta una agenda privada. Allí emerge la corte del líder: operadores que hacen el trabajo sucio o limpian huellas; quienes administran favores, retuercen procedimientos, sofocan dudas. La distancia entre el balcón – donde se prometen ideales –  y el sótano – donde se negocian conveniencias –  se ensancha hasta convertirse en abismo. El ingenuo deja de ser ciudadano y se vuelve insumo.

No es un fenómeno nuevo. Ya algunos pensadores hablaron del choque entre la ética de la convicción y la de la conveniencia privada. La teoría advierte que, quien maneja información y reglas puede traicionar el mandato. En suma: sin contrapesos, la causa se degrada.

¿Cómo opera esa maquinaria? Con una narrativa selectiva que trocea verdades; con un control de reputación que premia la lealtad y castiga la crítica (“enemigo”, “traidor”); con captura regulatoria que convierte procedimientos en rejas a medida; con economía del favor – el mérito cede ante la cercanía -; y con administración del escándalo: cuando estalla, se ofrece un culpable menor para salvar al  mayor.

El costo es múltiple. Se erosiona la confianza, se instala el cinismo, se desmoraliza a los buenos que al percatarse se apartan, y se produce mediocridad estratégica: organizaciones incapaces de corregirse porque cualquier revisión es etiquetada como amenaza. Sin vigilancia:  la ciudadanía queda ciega, sin brazos ni accionar.

Pero renunciar a la fe cívica sería un error. Creer no es bajar la guardia, es subir el estándar. La fe adulta parte de una convicción simple: la causa que es noble resiste la luz. Por eso y con mayor motivo ante la duda, creer con método implica pedir papeles, medir, comparar, volver a pedir. No para obstaculizar, sino para cuidar aquello que se ama.

Transparencia  ante conflictos de interés, rendición de cuentas claras y sin evasivas ni respuestas mudas. Separación estricta, lo que es de uno no sirve de caja, nómina ni altavoz del otro. Puertas y relojes de cristal: minutas y criterios de decisiones relevantes, con trazabilidad. Protección al disenso: la crítica honesta es control de calidad, no deslealtad. Financiamiento con luz: quién dona, cuánto, para qué  y por qué; regla simple, si no puede contarse, no puede aceptarse.

A los supuestos ingenuos les toca el tramo más difícil y más bello: no tercerizar el juicio moral.

Todo lo cual no obsta para hacer preguntas incómodas, leer la letra pequeña, demandar estándares y cumplirlos. Un verdadero líder agradece ese rigor porque le permite gobernar mejor; el impostor necesita aduladores y penumbra. Es una prueba infalible: la nobleza de los fines se reconoce en la limpieza de las acciones y de las intenciones.-


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